El Oxígeno de las palabras

El zoo de Madrid, siempre fue un sitio muy familiar para mí, podríamos decir que mi segundo hogar. Justo, mi abuelo, era el vigilante nocturno y mi madre y sus hermanos habían nacido y crecido dentro de él. Mis padres nos llevaban prácticamente todos los fines de semanas a ver a mis abuelos y yo aprovechaba aquellas visitas para ver a "mis amigos".

 

Era como pasear por una selva o bosque animado, los animales parecían reconocerme y se comunicaban conmigo con gestos y peculiares sonidos que gracias a mi pueril imaginación logre descifrar en poco tiempo, e incluso responder con mi gran habilidad onomatopéyica.

 

Hoy ya he olvidado el lenguaje de los animales, tan solo consigo reconocer el acento de alguno de ellos como los elefantes y los felinos. Lo que no he olvidado ni olvidaré es a Tobías, el chimpancé. Fue uno de mis mejores compañeros de la infancia. Él vivía en su pequeña habitación, una pequeña jaula con una caseta de madera y con un columpio consistente en una cuerda y un viejo neumático. Era Tobías, quien mejor me conocía, y sabía entender mis emociones cuando estaba triste o alegre. Pero lo que más nos unió fue el hecho de que yo le contase historias.

 

Cuando con cinco años estaba aprendiendo a leer, descubrí al usar a Tobías como oyente de las torpes lecturas de mis cuentos, que le encantaba escucharlos, pues se quedaba inmóvil y atento mientras duraba la recitación de los mismos. Según fui mejorando mi vocalización y entonación, el efecto de las historias que le contaba, evolucionaron a emociones cuasi humanas como carcajadas en momentos cómicos del relato o ojos llorosos en las partes o finales dramáticos.

 

Y esta pasión o habito duró muchos años, en las que Tobías y yo compartimos la literatura que me mandaban en el colegio y otros libros que conseguía en la biblioteca de mi barrio. Pero como tantas relaciones, un día terminó. Con la adolescencia empecé a dejar de visitar el zoo, pues prefería salir con mis amigos y mis primeros amores me alejaron de Tobías.

 

Una mañana me llamó mi abuelo, Tobías había muerto. Me contó que llevaba meses sumergido en una profunda melancolía, que ni siquiera la compañía de los niños y niñas que le visitaban le consolaban. Que había perdido el apetito y finalmente aquella noche dejo de respirar.

 

Fui al Zoo, vi la jaula de Tobías vacía, la puerta estaba abierta y entré en ella. Miré el otro lado del mundo a través de las barras, y entonces comprendí. Comprendí porqué Tobías había enfermado, marchitando como una planta que dejas de regar, encerrado en su jaula, las historias que yo le leía le daban la oportunidad de conocer sitios, saber cosas y sentir emociones que jamás estarían a su alcance. Las palabras de los relatos eran el oxígeno para este inocente recluso que nunca cometió delito alguno. Me di cuenta que nadie ni espíritu alguno puede aguantar, sin que le alimenten con esos sentimientos que necesita, que van más allá de plátanos gigantes y una jaula de oro.

 

Hoy, ha pasado mucho tiempo, y creó que todo era parte de mi fantasía. Pero extrañamente, cuando leo cuentos a mis hijos, pienso que cuando sean mayores alguien les tendrá que seguir contando historias, no importa quién o cómo, ya sea un libro olvidado, una película de vidas ajenas o cualquier vehículo que elijan las palabras para que sigamos respirando......

 

FIN

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